martes, 24 de abril de 2012

La tumba


Lúgubre y desolado escondite en que nos perdemos, entre humedad y surcos, cuerpos acalorados. Miramos a tientas, sentimos con labios, y la carne se torna sedienta. Adentro, en la cálida suavidad de tus genitales, me extingo como llama para volver a encenderse. En tus pezones me vuelvo un párvulo, en tu ombligo tomo vuelo y me arrojo al mar. La manecilla del reloj marca el tiempo, pero el tiempo ya no existe. Yo ya no soy yo, me desvanezco en la alcoba que gime, me desintegro justo en el instante.

Nada somos. El latido deja de ser latido para convertirse en explosiones múltiples y entrecortadas. Los ojos dejan de ver, las manos dejan de sentir, todo pudor y toda añoranza desaparecen, sólo hay angustia, una angustia liberadora detrás de los ojos que se quiebran, y dejo de ser: no hay habitación oscura ni sábanas blancas, no hay sonidos ni palpitaciones, ni cuerpo ni sentidos, sólo la muerte recorriendo la nada, la nada partiéndome en dos.

Un escalofrío recorre mi cuerpo (ahora recuerdo que tengo). Mis piernas y mis manos tiemblan, los ojos desorbitados encuentran su lugar, la habitación se enciende, los sentidos cobran vida y escucho tus deseos al pasar. Siento la cálida humedad de tu sexo y tus manos apretando mi espalda, y te miro a los ojos, en ellos me encuentro. Tomas la sábana para cubrir nuestros cuerpos, revoloteas mi cabello y yo me vuelvo un feto entre tus brazos. Cierro los ojos, no pienso, he dejado de existir, y ahora sigo existiendo. Y mientras acaricio tu seno derecho con mi mano izquierda, todo adquiere de nuevo sentido y me asalta la nausea melancólica de ya no estar más en ese estado; he vuelto a nacer y añoro morir de nuevo, en la exquisita tumba del placer.