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Todas las noches ocurría, éramos dos
niños bobos jugando a escapar para dar la vuelta a la manzana, esperando
encontrar algo que ver: vagos, locos, prostitutas. Pero siempre terminábamos en
el mismo lugar, una casucha vieja que hacía de castillo encantado. La casa era
de doña Faustina, una solterona que había fallecido hace un par de años,
dejando a dos gatos como herederos del palacio. Bastante deteriorada, era el
escenario perfecto para jugar a que se trataba de la mansión de Drácula o que
algún fantasma maldito trataba de poseer nuestros cuerpos diminutos.
Abrí la puerta deprisa y salí en
silencio de mi casa. El truco no era quitarse los zapatos, sino hacerlo todo
muy normal; es cuando menos se dan cuenta todos, cuando haces algo evidente. Mina
traía un jumper viejo y medio roto; en realidad, de no ser por esa cara tan
linda y esos pechos apenas brotando, hubiera jurado que era un niño.
–Saca el papalote –dijo con sonrisa
traviesa–. Está bueno el aire para volarlo.
Pero en esos tiempos a mí ya me
aburrían tales cosas, prefería jugar con mi Nintendo. Pensar en el simple hecho
de perder mi tiempo volando una porquería de papel sin alguna intensión, me
provocaba un terrible tedio.
–Mejor vamos a ver al “Tony”, seguro
ahora sí le doy la vuelta en los albures.
Para ese entonces me había vuelto todo
un experto, eso de estudiar en escuela pública era todo un arte.
–¡Qué flojera! –dijo en tono enfadoso–
Ni tú ni yo, vamos a la casa encantada a atrapar renacuajos.
No pude rechazar tal oferta. Aunque
la hora de las caricaturas japonesas estaba por comenzar, eso de andar casando
renacuajos en el jardín de la casucha aseguraba un buen rato de diversión. Además,
mi papa solía decir que cazar renacuajos era lo único que hacía como los niños
de antes.
–Métete por la lámpara
–Voy.
La noche, que era demasiado joven,
pues el cielo aún se pintaba con tonos rojizos y lilas, aguardaba la fugaz pero
intensa emoción de ser atrapado, castigado y sancionado sin un buen rato de “domingos”.
Por alguna razón nunca pude decir que no. Bastaba mirar sus ojos bellos para
que esa cosquilla que brotaba desde mi pubis, para después subir despacio por
mi vientre, llegara a mi cabeza al punto de explotar.
En el camino encontramos a Julián, el
hermano mayor de Armando, con uno de sus amigos. Para mi desgracia, acababa de
entrar a la secundaria y eso era algo difícil de superar, a las niñas siempre
les gustan mayores.
–¿Qué onda Víctor, por qué tan tarde?
Te va a pegar tu mamá –me dijeron en tono burlón–.
Los dos se cagaron de la risa. Mina
se quedo seria, pero noté como le era inevitable dejar de ver a Julián. Sin
saber qué decir, caminé de largo.
–Tranquilo morro, no te pongas nena.
Dijo con áspero mientras me alejaba.
Mina me siguió.
–No le hagas caso, es un inmaduro.
¿Inmaduro? ¿Qué sabe ella de madurez?
La madurez sólo es una tontería –pensé–.
Al llegar al jardín del palacio entró
a mis pulmones el aroma del pasto mojado. Mis tenis se sumergieron en el lodo,
y al notar mi preocupación, Mina se echó a reír, lo cual me molestó aún más.
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–¿Sigues enojado? –preguntó con voz
tierna−.
–No estoy enojado. –respondí indiferente−.
–¡Ya! No seas menso.
Y comenzó a jalar de mi camisa
mientras sus botas hacían un aguacero en el piso. Los jalones no se hicieron
esperar, era una lucha sin tregua. Entre risas nerviosas y miradas, giramos en
el lodo una y otra vez. Entonces caímos. Mi cuerpo quedó justo encima del suyo,
y pude sentir sus pequeños senos tocar mi cuerpo; mi rodilla tocó su
entrepierna, era cálida, llena de vida, casi podía sentirla palpitar en mí,
tanto como mi corazón lo hacía. Nos miramos a los ojos instantáneamente, y justo
en ese momento, cuando menos lo pensé, Mina me besó. Nunca olvidaré la mirada
antes del beso, ni tampoco su lengua jugar con la mía de una manera traviesa e
ingenua a la vez, como cuando no sabes cómo beber de la cerveza de tu padre, o
cuando miras los primeros bellos nacer en tu pubis.
El regreso a casa
fue callado. Empapados en agua puerca caminamos bajo la luna de octubre.
–¿Te los llevas? Seguro darán
ranitas. –comenté–.
–Mejor llévatelos tú, siempre se te
dan mejor.
Nos separamos en la avenida ocho, no
quiso que la llevara a su casa. El camino nunca me había parecido tan vivo, tan
repleto de colores. Miré hacia arriba, el cielo y las nubes arropaban a la
luna, mientras alguna estrella entrometida se asomaba. Cuando llegué a casa eran
más de las 10.
Al día siguiente lo primero que hice
fue ver si los renacuajos seguían vivos, pues en esas fechas el frío comenzaba
a hacerse notar. Los había dejado en una cubeta con agua justo antes de dormir,
si por dormir entendemos dar de vueltas en la cama; no recuerdo haber
permanecido despierto tanto tiempo otra noche. Como bien lo había dicho Mina,
era un hecho que se me daban fácil, pero al mirar la cubeta descubrí que
siempre hay excepciones. Ningún anfibio había sobrevivido. Extrañamente sentí
una opresión en el pecho, como si con esos renacuajos se me fuera la vida.
Traté de tranquilizarme, pensando que seguramente había hecho más frío de lo
normal, pero no pude hacerlo. Lo único que deseaba era correr hacía Mina, por
alguna extraña razón quería abrazarla, sentir que estaba vivo entre sus brazos
y llorar en ellos.
Salí despavorido. Cuando llegué a
casa de Mina todo se encontraba en silencio. Vi a su hermana pequeña en la
entrada de la puerta, estaba sentada en el quicio.
–¿Está Mina? –Pregunté–.
Pero no emitió
sonido alguno.
Entré a la casa y noté que había más
gente de lo normal. Parecía alguna especie de reunión familiar. Todos estaban
serios y callados, salvo por un chillido que se escuchaba a lo lejos, un
berrido desgarrador que erizó mi piel en un segundo. La madre de Mina estaba
llorando sobre una caja situada al centro de la sala. Los vi a todos: su prima
Mary, su abuela Adela, su Tío del bigote alborotado. Me acerqué mecánicamente a
la caja. Mi corazón latía tan fuerte que podía sentirlo, mis manos temblaban; y
entonces la vi. Parecía que estaba dormida, traía un hermoso vestido azul y
tenía los labios pintados de un tenue rosa. La madre me miró y calló por un
momento. Se acercó e hincándose se posó ante mí, como suplicando, para después
pegar un largo alarido que desgarró todo mi ser.
–¡Mina...!
Me abrazó tan fuerte como pudo, pero
la separaron de mí rápidamente al notar que estaba en shock, llorando, sin
decir palabra alguna ni mostrar gestos. Sin saber cómo llegué a la puerta,
salí la calle y todo se nubló ante mis
ojos; no supe nada más.
El doctor dijo que me dio una crisis
nerviosa. Dormí por casi dos días. Al despertar recuerdo haber mirado por la
ventana, esperando encontrar a Mina sonriendo; pero mina ya no estaba. La había
atropellado un bocho del 62 al cruzar la
calle, mientras miraba las estrellas que se asomaban entre las nubes.
Desde entonces nunca más volví a cazar
renacuajos; tampoco nunca más volé papalotes ni mire la luna igual. Y fue
entonces que descubrí que amar es como pincharse un dedo con el filo de un
alfiler, que hay alfileres que se pierden entre las cobijas como si fueran de paja,
y que hay otros que nunca se vuelven encontrar. Hoy aún suelo pinchar mi dedo
con una aguja para saciar mi sed, lo llevo a la boca lentamente, cierro los
ojos, y bebo de la hermosa y melancólica gota de soledad que lleva el nombre de
Mina.