Así como las manos
se entumen cuando deja de pasar la sangre, el alma se aletarga cuando no hay
paisajes, cuando la brisa se desvanece entre paredes y cristales, y al unísono
de las caricias que se han ido, permanece el recuerdo.
Alguna vez oí decir
que la libertad es un manantial del cual no todos saben beber, pero hasta el
menos sediento busca el agua. Quiero beber del elixir del tiempo, en donde el
espacio ya no es nada y el cielo se parte en mil destellos. La cuna de mis
deseos germina cuando muere lo que he sido para ser lo que seré, y las manos
aletargadas encienden camino, pasado o futuro, tal vez.
La sencilla y
cálida transparencia de la nada flota en el éter, la nostalgia desaparece y el
sentido se forma, creando un grito en el silencio, un espasmo en el viento y en
la sombra un reflejo. Nada tengo cuando nada tomo, y todo tomo cuando todo pierdo.
La caricia más vital, el ojo más iluminado, la palabra más dicha, todo queda
apagado, pues me desprendo del cuerpo, de toda materia.
El mar, con todo y
corales, eso soy mientras me vierto; vaso vacío y mente de hoja que se escapa
con la ventisca. No hay más, nada menos, sólo luces de colores eternos que se
entregan precipitados a la espera, cuando menos espero. La lluvia se hace río,
la estela se hace fuego, y mis ojos pasajeros, aquellos que crecen con desvelo,
se vuelven invisibles.
Desaparezco. Soy
una nube, una ráfaga de viento, un libro que no se ha leído, fruta que crece
a destiempo. Me desvanezco, soy abismo y soy silencio, y mientras todo pasa,
mientras las manecillas van deprisa y los recuerdos son ensueños, vuelvo a
nacer como el fénix para morir de nuevo.
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